martes, 23 de junio de 2009

Good morning Spain

Esta mañana todavía no había vuelto a mi mente. Esta mañana tuve la suerte que tardé más de lo normal en volver a ser consciente de ello. Esta mañana cuando salí de casa y arranqué el motor, aún no recordaba que vivía en España.

Mientras fui cruzando las calles de aquel lugar había algún tipo de tufo mortuorio que infectaba el aire, así que subí las ventanillas mientras me adentraba más. Empecé a verlos de uno en uno, y luego más. Iban por las aceras, los fanáticos del Spain way of life, el más decadente y depravado estilo en el que sostienen ellos sus esperanzas. Españoles. Iban a trabajar. Mantenían en las grandes cuencas de su cara unos pequeñitos ojos de vidrio, inservibles, ausentes de culpabilidad. Ignorantes. Insensibles de la peste que desprenden sus cuerpos. Me daba asco. Era vomitivo.

Pasé cerca de la plaza. Me horroricé, mis manos sudaban al volante y mi pie tembló mientras frenaba. Habían colocado en el suelo a grupos de bebés. La gente se apelotonaba como fieras alrededor de la plaza mirando el espectáculo, inhundando el ambiente con una traslúcida neblina verde y vomitiva. Los padres miraban sonriendo como sus hijos estaban en el suelo mientras 'el colacho' saltaba por encima de los recien nacidos. En uno de los saltos el cabrón se quedó corto y casi cae con todo el peso de su cuerpo encima de la cabeza de uno de los bebés. Mientras, los padres, con las sonrisas desencajadas, con encías solitarias de las que fluían pegotes de babas, con los ojos saliendo fueras de sus órbitas colgando de los nervios, hacían fotos y aplaudían mientras 'el colacho' volvía a saltar sobre sus hijos.

-¡Hijos de puta! ¡Estáis locos, hijos de puta! -grito con el corazón sobrecogido.
Pero dentro del coche no pueden oírme. Los padres aplauden. Los abuelos de los niños eran esqueletos con restos de carne sobre los huesos, con algunos trozos de piel todavía colgando de las costillas, con un trozo de carne podrido, verde y arrugado en el lugar donde tendrían que tener el corazón. Todos ríen y aplauden.

No aguanto. Decido irme.

El panorama de la calle era dantesco. Centenares de tipos por las aceras, caminando con la mirada perdida, balbuceando, murmurando a solas, engendros de los que brotaba ese vapor verde que me producía arcadas.


De pronto el coche de delante se para. Era una furgoneta. Estábamos frente al Hospital. Se abre la puerta y bajan dos tipos llevando a un tercero entre sus hombros. Hablan español. Castellano. Osea que son de aquí. El tercero es un sudamericano. Lo tiran al suelo y descubro que le falta el brazo izquierdo. De donde debería estar su brazo se extienden trozos de carne, ligamentos, hueso triturado, y emana sangre, sangre, sangre, que sale de su brazo a la acera en forma de rio, y cae por el borde de la acera hasta la carretera. El tipo se llama Rilles. Se esta muriendo. Tiene los ojos abiertos, mirando al cielo, llora. Los otros dos vuelven a entrar en la furgoneta. Uno vuelve a salir llevando algo en sus manos, es un trozo de carne grande, ¡es el brazo de Rilles! Va hasta la calle de enfrente y tira el brazo a un bidón. Vuelve a la furgoneta y huyen del sitio a toda prisa. El corazón me late rápido, estoy acojonado. Estoy asustado. No me importa confesarlo. Entonces dos enfermeros salen del hospital. Arrastran a Rilles a dentro, dejando un surco rojo vivo tras de sí.

El corazón me latía a toda ostia. Me estaba mareando. ¿Qué mierdas era aquello? ¿Donde puta mierdas me encontraba? Estaba sudando, la frente estaba empapada. No dejo de preguntármelo, ¿donde estaba? Por detrás los coches empiezan a pitar el claxon. Pongo primera y me largo de ahí. Mientras me preguntaba, ¿que mierdas es esto? Entonces lo recuerdo... España... estaba en España. Justo en ese momento pasaba frente a la Comisaría de Policía. De dentro sacaban en camilla el cadáver de un chico de 20 años. Sudamericano. Los maderos dicen que se ha suicidado. Yo no me lo creo. Nadie se lo cree. Mire a los maderos. Ni ellos se lo creían...

Salí de allí todo lo rápido que pude. Tenía miedo. Estaba harto de aquel sitio, de su putrefacción, de su imbecilidad, de su violencia... de como dejábamos que la violencia permaneciese entorno a nosotros. De como se permitía que la muerte pasase tan desapercibida. Mientras salía de allí me fije que encima de uno de los edificios, de pie sobre uno de sus tejados, había un tipo. Estaba a unos setecientos metros. Era un cadáver. ¿De quien? Me impactó ver que me saludaba con la mano mientras dejaba aquel sitio a mi espalda. Era el dueño. El dueño del país que nunca debí haber amado.

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